EL REY Y SUS MASCARAS
El rey de aquel país era tan cruel y malvado, que toda su
maldad se le reflejaba en el rostro. Lo mismo sucedía con su ejército.
Este rey era un
gran conquistador y ya se había apoderado de todos los países vecinos. Le
faltaba, sin embargo, la comarca que limitaba con su reino por el sur. Esta
comarca estaba habitada por gentes honradas y laboriosas, que trabajaban con
alegría y entusiasmo. Por ello, el país había alcanzado un alto nivel de desarrollo
y prosperidad.
Con la idea de conquistar el país, el rey infiltró en él
a su ejército, y para que no reconocieran a sus hombres les mandó cubrirse el
rostro con caretas de personas alegres, risueñas y bondadosas.
Nadie, al ver aquellos hombres de rostro tan simpático y
agradable,
sospechó que eran unos temibles invasores. Los soldados,
disfrazados y escondidos bajo sus máscaras, se incorporaron de inmediato a la
vida diaria de aquella nación.
Al amanecer, se levantaban con los primeros rayos del sol
y se juntaban con los habitantes de ese país para entregarse a las labores del
día. El grupo que se unió a los campesinos, se fue al campo cantando esta
canción:
“Vamos todos al
campo/ cantando a trabajar/ con amor sembraremos/ y juntos recogeremos/ la
cosecha y la flor”
Al atardecer, luego de la dura labor, regresaban cantando
también. Mientras comían y descansaban, escuchaban las bellas historias de
aquel pueblo, sus leyendas y tradiciones, las hazañas de sus héroes y
sabios, sus costumbres, la invitación
repetida a la honestidad, el trabajo y la unión. Allí residía el secreto de su
prosperidad y alegría.
Pasaron los días y los meses...Aquellos soldados
esperaban la orden de su rey para atacar. Y mientras esperaban, trabajaban, reían,
cantaban, imitaban en todo a los otros ciudadanos. Y diariamente salían al
campo, al amanecer, cantando alegres y felices...
“Vamos, vamos,
amigos/ con amor a sembrar...”
Por fin, llegó el
día en que el rey dio la orden fatal de atacar, destruir y matar.
Entró a la ciudad y buscó a sus bravos y crueles soldados
entre la multitud. Pero no los encontró. En vano buscó por todas partes. Y era
que no los reconocía, porque todos sus hombres, toditos, tenían los mismos
rostros risueños, simpáticos, amables. ¿Qué había sucedido? ¿Dónde estaba su
ejército?
Bueno, cuenta la historia que los soldados, cuando se
enteraron de la orden del rey, trataron de quitarse las máscaras, de arrancárselas del rostro, pero no
pudieron. Tanto y tanto habían imitado a aquellos excelentes ciudadanos que se
habían vuelto como ellos, y la máscara se había incorporado a la piel formando
parte de ella. Por eso, ya no pudieron volver a ser unos crueles soldados. Se
transformaron todos: unos en campesinos alegres y
trabajadores, otros en artesanos, otros en escritores y poetas... Y todos,
siempre unidos, entonaban diariamente al amanecer, un canto al trabajo y a la
vida.
¿Y el rey cruel?
Bueno, él tuvo que regresarse a su reino, derrotado y solitario, víctima de su
propia maldad que se había vuelto contra él.
Para pensar:
Si te juntas con
personas alegres, te irán comunicando su alegría. Si tus amigos son
trabajadores y honrados, tú también lo irás siendo. Huye de los amargados,
falsos y corruptos porque te inocularán su veneno, y te irán haciendo como
ellos. Practica con tesón la sonrisa y el canto hasta que tallen tu rostro.
Suelta tus músculos, cubre de alegría tus miedos. No
importa cómo has sido hasta ahora, imita la virtud, proponte ser alegre, servicial y trabajador y verás cómo cambia tu rostro y
tu corazón. Te pasará como a los soldados del aquel rey tan bravo y tan cruel o
como al ingenioso pretendiente de aquella bella princesa.